Reflejar la luz de Dios

Así alumbre la luz de ustedes delante de los hombres, de modo que vean sus buenas obras y glorifiquen a su Padre que está en los cielos. (Mateo 5:16)

  Unos días atrás mi esposa y yo estuvimos contemplando el atardecer desde la terraza. Nos quedamos hasta que se empezaron a ver estrellas. Como suele suceder, la primera en aparecer fue el lucero de la tarde. Al cabo de una hora o más todavía era la más brillante en aquella noche sin Luna. No había otra que la igualara.
 Se podría decir que el lucero de la tarde tiene una injusta ventaja sobre las demás estrellas, pues en realidad se trata del planeta Venus, que se hace pasar por estrella. Al igual que la Luna, no emite luz propia; se limita a reflejar la del sol.
 Me vino de pronto que si Venus y la Luna —que tienen una superficie mate y carecen de luz propia— relucen con tanta intensidad, yo no tengo por qué preocuparme de mi propia capacidad para reflejar a Dios, es decir, de mi grado de bondad o de piedad según mi propia percepción o la de los demás. En realidad lo único que tengo que hacer es reflejar la luz de Dios cuando Él me ilumine. Por supuesto que eso no me da licencia para ser un dejado espiritualmente hablando; pero es liberador entender que no tengo que tratar de ser algo que no soy.
 Tal vez mi superficie no sea de las más brillantes o reflectantes que hay; Su luz, sin embargo, posee suficiente intensidad para hacer de mí una estrella. —David Bolick [1]

 Contemplando la luz que resplandece sobre el rostro de Cristo resucitado, aprended a vivir como "hijos de la luz e hijos del día", manifestando a todos que "el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad". —Juan Pablo II

[1] Conéctate La lucecita mía

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