—No estás solo en esto —nos asegura
Me aferro a ti; tu fuerte mano derecha me mantiene seguro. (Salmos 63:8 NTV)
La Biblia, como la vida misma, abunda en historias de triunfo que fácilmente podrían haber devenido en desastre. Si los héroes de esos relatos hubieran puesto pies en polvorosa, ¿quién se lo habría echado en cara? Moisés desafió a la potencia de su época para liberar a su pueblo y conducirlo a la Tierra Prometida. Gedeón lideró una banda de 300 hombres contra un ejército de innumerables efectivos. Sansón, armado únicamente con una mandíbula de burro, se enfrentó en solitario a toda una tropa. El joven David, armado de una simple honda, desafió y derribó al gigante Goliat, que hasta entonces tenía a todo el ejército de Israel acoquinado.
La mayoría de nosotros, gracias a Dios, no tenemos que enfrentarnos a ejércitos ni a gigantes armados hasta los dientes. No obstante, todos abrigamos temores de una u otra índole, inquietudes que a veces nos asaltan en tropel o se ciernen sobre nosotros como titánicos monstruos.
De niños aplicábamos una estrategia muy simple: Cuando nos asaltaba un temor corríamos donde nuestros padres, en cuyos brazos encontrábamos seguridad. En una tormenta, nos acurrucábamos en la cama con ellos. Pedíamos que nos llevaran en brazos cuando todo estaba oscuro. Nos aferrábamos a su mano firme cuando se acercaba un perro extraño. Así, poco a poco, nuestros padres nos fueron ayudando a distinguir entre los peligros reales y los imaginarios, y nos enseñaron lo que debíamos hacer con los primeros.
Lo mismo quiere hacer Dios con los temores que albergamos de adultos. —No estás solo en esto —nos asegura en tono tranquilizante—. Toma Mi mano. Juntos sortearemos esta dificultad. —Keith Phillips [1]
El amor expulsa el temor, pues cuando nos sabemos amados, no tememos. Para quien posee el perfecto amor de Dios, el temor desaparece del universo. —A. W. Tozer (1897–1963)
[1] Conéctate Vencer los miedos