La verdadera riqueza

 No te afanes acumulando riquezas; no te obsesiones con ellas.  ¿Acaso has podido verlas? ¡No existen! Es como si les salieran alas, pues se van volando como las águilas. (Proverbios 23:4-5 NVI)

 Solo Dios sabe por qué dispuso que algunos de los recursos más preciados se alojen en sitios de muy difícil acceso. Si Su intención era poner a prueba nuestra voluntad —es decir, ver hasta dónde estamos dispuestos a llegar y qué sacrificios estamos dispuestos a hacer para conseguirlos—, dio resultado.

 Bien si se trata de perforar en busca de petróleo en los desiertos del Medio Oriente o en inhóspitos parajes del Círculo Polar Ártico, o de descender al frío y oscuro subsuelo para extraer oro, diamantes y otras piedras y metales preciosos, los más empeñosos soportan algunas de las condiciones más adversas del mundo y hasta arriesgan la vida y su integridad física para llegar a ellos y hacer fortuna.

 Cabe preguntarse, sin embargo, si todo ese esfuerzo vale la pena, incluso para los pocos afortunados que tienen éxito. ¿Cuánto tiempo les duran sus riquezas, y de cuánta felicidad auténtica gozan entre tanto? Profundizando en ello, se hace evidente que si esos triunfos no les dejan algo más perdurable, terminan siendo verdaderas desventuras.

 ¿No te parece una maravilla que Dios haya puesto al alcance de todos los seres humanos lo más preciado que se puede poseer en la vida, lo único que tiene la virtud de satisfacernos de verdad y durar por la eternidad? Naturalmente me refiero al amor de Dios.

 La Biblia enseña que «Dios es amor». Él es el amor mismo, la fuente de donde brota el amor en todas sus extraordinarias manifestaciones. —Keith Phillips [1]

 Nos creaste para Ti, Señor, y nuestro corazón andará siempre inquieto mientras no descanse plenamente en Ti. — San Agustín de Hipona

[1] Keith Phillips Áncora Cara a cara

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