Cuando nos entregamos

Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad. (1 Juan 3:18)

 Tener siempre en cuenta a los demás y procurar satisfacer sus necesidades, sobre todo cuando ello implica cierto sacrificio, no es nada fácil. Lo más cómodo es ser perezosos, egoístas y egocéntricos, y la mayoría somos así por naturaleza.
 En los seres humanos rige el instinto de preservación, de procurar nuestro propio bien, nuestra satisfacción y felicidad antes que los del prójimo.
 El amor que existía entre los discípulos de Jesús y que transmitían a sus amigos e incluso a desconocidos llamó mucho la atención y fue un contundente reflejo del amor de Dios.
 Para convertirnos en las nuevas criaturas que Él quiere hacer de nosotros, es preciso que tengamos una mente y un corazón dispuestos, un espíritu creyente, que oremos y que seamos consecuentes realizando pequeños actos de amor desinteresado. Así, al cabo de un tiempo nos daremos cuenta de que pensamos más en los demás, que comprendemos con mayor presteza sus necesidades y nos preocupamos más por su felicidad y bienestar.
 Cuando nos entregamos a los demás, cuando nos esmeramos por ofrecer nuestra amistad a otro ser humano, cuando nos molestamos en conversar con alguien que se siente solo o en confortar a un enfermo, cuando ayudamos a alguien en sus conflictos o hacemos que se sienta útil, descubrimos una singular satisfacción y recompensa espiritual. —M. Fontaine [1]

 No hay sorpresa más mágica que la sorpresa de ser amado: Es el dedo de Dios sobre el hombro del hombre. —Charles Langbridge Morgan

[1] Conéctate Año 15, número 2

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