Generalmente hay que entender a una persona para poder labrar una estrecha relación con ella

Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados; yo les daré descanso. (Mateo 11:28)

 A la mayoría de nosotros se nos conoce por algún apelativo o título, o por los papeles o funciones que cumplimos. Yo, por ejemplo, soy padre de familia, cónyuge, hijo, hermano, colega, amigo, etc. Cada uno de los nombres que se nos asignan arroja luz sobre un aspecto de nuestra vida.
 La Escritura usa gran variedad de apelativos y títulos para describir a Dios, centenares, a decir verdad. Entre los más conocidos figuran Rey (Salmo 95), Pastor (Salmo 23), Sanador (Éxodo 15), Consolador (Isaías 51) y Padre (Romanos 8).
 Esta proliferación de apelativos y títulos nos da algunos indicios sobre Su carácter. En tiempos bíblicos un nombre no solo era un medio de identificación, sino un indicador de los rasgos propios de un individuo. Los diversos calificativos de Dios tienen cada uno su relato y nos ilustran sobre las distintas facetas de Su persona.
 Los cristianos, por precepto, procuramos asemejarnos más a Dios. Los nombres que le asignamos nos ayudan a relacionarnos con Él y comprenderlo. Generalmente hay que entender a una persona para poder labrar una estrecha relación con ella. Precisamente una relación así, íntima y estrecha, es la que Dios quiere establecer con cada uno de nosotros.  Jesús nos invita a todos, sin distinción. No importa de qué situación hayamos salido ni lo que hayamos hecho, podemos acudir a Él y hallar vida; invocar Su nombre y obtener respuestas. —Gabriel García Valdivieso [1]

 Nosotros cambiamos y, en cierto modo, Jesús también «cambia». Es decir, cambia nuestra manera de entenderlo, de seguirlo, de interiorizarlo, de rezarle, de amarlo y de testimoniarlo. —Nicola Galiazzo, Antonio Ramina

[1] Conéctate ¿Importa el nombre?

Previous
Previous

Pero si no tuviéramos esos desafíos y pruebas

Next
Next

Somos incapaces de comprender la grandeza de Dios